Relato original de Vanessa Alvarado.
Costa Rica.
La familia Salesiana llegó a Costa Rica el 20 de julio de 1907. Desembarcaron en Puntarenas provenientes de Italia y se instalaron en Cartago con el Hospicio, escuela de artes y oficios. También abrieron la capilla de María Auxiliadora en esa provincia.

El 20 de mayo de 1929, Felipe Alvarado donó cuatro mil metros cuadrados en pleno centro de San José para que las obras de la familia Salesiana comenzaran sus labores en la capital.
Para 1948 se estaba fundando el Colegio Don Bosco de Bachillerato Académico y para 1956 se convirtió en el Instituto técnico Don Bosco.
Esta institución, así como las demás de la misma familia Salesiana, han visto pasar un desfile de sacerdotes y hermanas provenientes de Europa y otros países, que terminaron sus días en el nuestro, sintiéndose parte de este pedacito de tierra mágica llamada Costa Rica.
Corrían los años 60s cuando el padre Alberto (nombre ficticio) llegaba a Costa Rica, enviado desde la casa matriz de la familia Salesiana. Era español, oriundo de las islas Baleares, era un hombre de un andar y hablar muy pausado, su voz era muy grave, a tal punto que parecía que tenía eco propio.
Cuando el padre Alberto cantaba todo se estremecía, definitivamente su voz era bendecida. En las confesiones por más que trataba de no hacerse escuchar, siempre se oían sus susurros fuera del confesionario.
Tenía un carisma único con los jóvenes, lo cual hizo que se ganara el cariño y el respeto de los alumnos del colegio. Su creatividad lo llevaba a ser el favorito para preparar todas las actividades y obvio, cada vez que se necesitaba alguien cantando, él siempre estaba en primera fila. Cuando le tocaba abrir la iglesia, salía con el incensario a pasarlo por la entrada para que los vecinos supieran que la iglesia ya estaba abierta y la visitaran.
Para 1983, aproximadamente, el padre Alberto enfermó, el sobrepeso no le estaba haciendo mucha justicia y su corazón comenzó a fallarle, hasta que una mañana partió a su descanso eterno, pidiéndole a sus compañeros que por favor lo enterraran acá, pues Costa Rica se había convertido en su hogar por más de 20 años.
Su muerte conmovió mucho a los vecinos de Barrio Don Bosco porque era un sacerdote muy querido.
Unos días antes de comenzar las celebraciones de cuaresma, la iglesia abrió las puertas para las confesiones, ese día había bastante gente, pero le tocó al padre Manuel hacer las confesiones solo.
En la iglesia había dos confesionarios, uno en el ala norte y otro en el ala sur. Al padre Manuel le encantaba usar el del ala sur. Eran unas cabinas de madera grandes, con su respectivo reclinatorio y unas cortinas de gamuza color rojo vino.
El pobre padre Manuel ya estaba un poco aturdido de estar escuchando aquellas historias de sus feligreses, y es que, bueno, si nos ponemos a pensar el peso energético de una confesión, pues sí, debe ser bastante agotador mental y espiritualmente.
Bueno, el asunto es que, por alguna razón, el padre Manuel abrió la cortina de su confesionario y vio que había gente haciendo fila en el confesionario del ala norte. Le extrañó bastante porque nadie le había dicho que lo iban a ayudar. Entonces le entró la malicia y se dijo: “¿y si es un bromista o un loco que está confesando gente haciéndose pasar por sacerdote?”

Le hizo una señal de espera a la señora que seguía en la fila, se fue a la otra fila y preguntó si alguien estaba confesando a lo que los asistentes dijeron que sí, que ahí estaba el padre “gordito”, “el español”. El padre Manuel frunció el ceño porque él estaba escuchando aquel susurro único, que sólo la voz del padre Alberto podía emitir. Se mantuvo de pie frente al confesionario y esperó que saliera la piadosa feligresa que estaba adentro. Cuando salió la mujer, para confirmar, le preguntó si alguien la había confesado a lo que ella le contestó que sí, que un padre español la había confesado.
El padre Manuel sintió un escalofrío, le hizo una señal de espera a los que estaban en esa fila, tragó grueso y abrió la pesada cortina de gamuza para ver el rostro del confesor… pero no había nadie, el cubículo estaba vacío. Claro, esta situación no pasó desapercibida para nadie, todos los que estaban ahí, tanto en la fila del padre Manuel como los de la otra fila, se dieron cuenta de la situación y no faltó quien, del puro susto, se persignara.
Doña Márgara (nombre ficticio) era secretaria en el Hospital de Niños y vivía cerca de la Casa de Sor María Romero, más conocida como la Casa de la Virgen. Ella entraba a las siete de la mañana y solía irse caminando hasta el hospital. Imaginen ustedes una secretaria de los años 80s, con sus enaguas ajustadas y aquellos tacones puntiagudos con las que las mujeres super artistas, podían correr, brincar y hasta hacer ejercicios. Bueno, la cosa es que doña Márgara conoció al padre Alberto y sufrió mucho cuando supo que había fallecido, sobre todo porque en las mañanas, cuando pasaba por la iglesia, disfrutaba mucho del aroma del incienso que él pasaba por la entrada.
Una mañana, a unos cuatro meses de la muerte del padre, doña Márgara estaba a escasos 50 metros de llegar a la cuadra de la iglesia, cuando de pronto empezó a sentir el olor inigualable del incienso, pensó en lo maravilloso que era que otro sacerdote comenzara a sahumar la iglesia en las mañanas. Cuando doña Márgara llegó a la esquina para cruzar a la cuadra de la iglesia, casi cae de espaldas al ver que quien estaba sahumando la entrada era el mismísimo padre Alberto. Doña Márgara sintió que el alma se le salía del cuerpo y después de ahí no se explica cómo hizo para casi volar hasta su trabajo, donde llegó con un ataque de nervios y la presión por el suelo. Después de ese día, su nueva ruta hasta el hospital era por Paseo Colón, nunca más volvió a pasar sola por la iglesia.
Para final de curso, los chiquillos de último año preparaban los actos de graduación, estaban en el auditorio del colegio y mientras unos arreglaban y limpiaban el salón otros estaban sobre el palco pegando las letras de la generación en los telones; de pronto, todos escucharon claramente, la voz del padre Alberto cantando el himno del colegio. Los chiquillos pegaron carrera y contaron a los profesores lo ocurrido, pero nadie les creyó.
El padre Alberto amó tanto sus funciones en la institución que le costó mucho partir de inmediato, se tomó su tiempo para poder trascender.