Ana Clarinval y el fantasma de su hijo

“El cuerpo no es más que el vestido orgánico del espíritu, se gasta, se transforma, se disgrega: el espíritu subsiste”

Camille Flammarion

Verdún, Noreste de Francia, Primera Guerra Mundial, desde el mes de febrero de 1916, una feroz batalla se ha librado sobre la región antiguamente boscosa, ahora convertida en tierra árida y pestilente. Los ejércitos francés y alemán se enfrentaron durante meses en una agobiante lucha: sangrienta, lenta y dolorosa.  No hay avances, no hay victoria, solo muerte.

Dentro de las trincheras anegadas por las lluvias, se observan figuras que parecieran humanas, pero que han perdido cualquier rasgo de humanidad y se han convertido en una especie de cadáveres que deambulan, ausentes, perdidos. Al caminar no es extraño pisar los restos descompuestos de algún cadáver, algunos se han apilado allí durante meses, las ratas, el frío, el hambre y la desesperanza se suman al constante bombardeo de los grandes cañones de ambos bandos.

De los miles de cuerpos que se han sumergido en el barro de las trincheras, solo algunos pocos se llegarán a identificar y tendrán algún tipo de sepultura, muchos más se perderán para siempre sin poder dar siquiera el mínimo consuelo de una tumba a sus familias.

En medio de la batalla, comienza a surgir una nueva amenaza, una que llega del cielo: la aviación.  Por primera vez en una guerra, los aviones juegan un papel definido y decisivo, enjambres de aviones se enfrentan en el aire, pero también barren la tierra con el fuego de sus ametralladoras, mucho más certero que la artillería. Los vuelos rasantes se vuelven cosa cotidiana que ciega a los soldados en las trincheras.

Si bien el papel de la aviación no fue tal como para inclinar la balanza de la guerra, si fue una muestra de lo que en un futuro ocurriría en los campos de batalla del mundo, un presagio en donde se observaba el poder del avión como arma, pero también, el horror de su empleo.

1916, París, Francia. La Sra. Ana de Clarinval, esposa de un militar francés retirado, miembro de la alta sociedad y distinguida dama, ha seguido con preocupación los reportes del frente de batalla, día con día desde seis meses atrás.  El motivo es que su hijo Henry Renée Clarinval, se ha enlistado en el ejército francés como piloto aviador y ha sido enviado al frente. Su padre lo ha impulsado y se enorgullece de platicar al respecto. Antes de partir al frente, la madre, Ana de Clarinval le ha confeccionado algunas prendas especiales, entre otras un abrigo de piel para protegerle en vuelo, unas gafas de aviador inglesas y unos finísimos tirantes de seda morada, que es el color del pabellón de su grupo de vuelo. Las noticias que llegan son buenas, es un gran aviador, un gran piloto y mantiene correspondencia frecuente.

2 de septiembre de 1916. Alrededor de las diez de la mañana, Ana de Clarinval está aún vestida con ropa de cama y se prepara para las actividades del día mientras ordena algunas cosas en la elegante habitación de su departamento en París. Su habitación da al frente y tiene grandes ventanas que permiten la entrada de la luz del sol, el aire fresco y el canto de aves ya que frente al mismo, hay un parque arbolado muy agradable.  Repentinamente, la Sra. Clarinval comienza a sufrir una especie de asfixia, un mareo raro y la sensación de estar muriendo, sin embargo, tiene la certeza de que no se trata de su propia muerte sino de la de su amado hijo.  Sofocada alcanza a llegar a la habitación de su hija quién la recibe y la conforta. No saben qué ocurre, se le ve visiblemente descompuesta y no será sino hasta unos minutos después cuando podría explicar que ha sentido la muerte, está convencida de que René ha muerto.

No sería sino hasta dos días después, el 4 de septiembre, que un mensaje del comandante del escuadrón 57 de la aviación francesa, el comandante Duseigneur, anunciaría la pérdida del avión de René sobre las líneas enemigas durante la mañana del día 2 de septiembre de 1916, justo en la hora que la Sra. Clarinval desfallecía.  El cuerpo de René no había sido recuperado.

La Primera Guerra Mundial terminaría con la firma del armisticio y tratado de Versalles en noviembre de 1918, comenzaba el lento proceso de recuperar los restos de los caídos y tratar de identificar los cadáveres.  No sería sino hasta febrero de 1919 que una misiva del ejército alemán informaba a la familia Clarinval de la muerte de René. Había sido abatido y muerto sobre Diepe, aquella mañana del día 2 de septiembre de 1916 y sus restos habían sido sepultados en el cementerio de Diepe, tumba número 56. Aquel era un cementerio de soldados alemanes en el que solo había dos franceses.

Desesperada, la Sra. Clarinval pidió a su esposo ir a buscarlo, encontrar los restos de su hijo y sacarlos de aquel lugar ¡cómo era posible que su hijo estuviera sepultado junto a sus enemigos!  Esta situación le provocó tal tristeza que su esposo accedió a ir en búsqueda de su hijo. Pero para su desdicha, el cementerio había sido brutalmente bombardeado y no quedaban restos de las cruces ni señales que indicaran dónde había estado la famosa tumba 56, solo había grandes cráteres de bombas y tierra removida.  Se le pidió al oficial militar encargado de exhumar restos y ordenarlos, que les tuviera al tanto. El Sr. Clarinval había acudido a conocidos suyos para que se le diera atención a su asunto, al ser un antiguo militar condecorado y conocer a varios funcionarios, el oficial accedió. Pero aún cuando a menudo le escribían y en alguna ocasión fueron a verlo, no obtenían ningún resultado, los restos de René Clarinval no habían sido encontrados.

París, 25 de mayo de 1919. La Sra. Clarinval está de nuevo en su departamento, son alrededor de las 13:30 horas cuando se siente presa de una profunda tristeza, una melancolía extraña. Ha sido presa de una profunda tristeza durante todo este tiempo, pero ahora lo que le asalta es tan diferente, es tan fuerte y al mismo tiempo tan cercano. No puede evitar acercarse a la ventana en busca de sol y un poco de aire y es entonces cuando lo ve, ahí cruzando la calle en el parque frente a la casa familiar.  Ahí estaba René, se le veía completo, de pie entre los árboles, era una visión muy nítida, su rostro pálido pero inconfundible y a cada lado se encontraban dos hombres muy jóvenes, igualmente extraños, desconocidos totalmente, con miradas extrañas y gran palidez. La Sra. Clarinval cree volverse loca, regresa a la habitación y camina, luego vuelve a la ventana y la visión sigue ahí, no se ha ido, siguen ahí los tres, mirando hacia la ventana, no hay lugar a dudas.

La Sra. Clarinval corre a avisar a su esposo, pero le interrumpe la idea de que está teniendo una alucinación y que aquello no es real. Vuelve a la ventana y continúa ahí la visión, misma que permanecería casi durante dos horas.  La Sra. Clarinval quedaría con la sensación de que todo había sido un sueño, que aquello no había ocurrido en realidad, aunque le asombró la claridad de aquella visión, era tan precisa que le permitió saber que el uniforme de uno de aquellos jóvenes no era francés sino ruso, y que el otro, el de la derecha era un alemán.

Agosto de 1919. El oficial a cargo del cementerio de Dieppe responde a una nueva misiva de los Clarinval, informa que los restos de René no han sido encontrados y que se han terminado de exhumar todos los restos, con mucha pena informa que los restos deben estar en algún otro lugar.

Septiembre de 1919. La Sra. Clarinval ha pasado días terribles de dolor y tristeza, no se resigna a no poder recuperar siquiera los restos de su hijo. Logra convencer a su esposo de volver a Dieppe, aun cuando le han dicho que no han encontrado los restos, quiere verlo por sí misma. Acompañada de su esposo vuelve al lugar del cementerio alemán en Dieppe. Sector D´eix. Aquel primer día durante la entrevista con el militar que realizó las exhumaciones, la Sra. Clarinval pregunta algo fuera de lugar completamente: ¿qué día exactamente se realizaron las exhumaciones? Aquel oficial busca los datos e informa que fueron realizados los trabajos entre el 20 y el 25 de mayo de 1919, habiéndose recuperado 110 cuerpos. El 25 de mayo, fue justo la fecha de la visión aquella. Eso no podía ser una casualidad.

De vuelta al cementerio que supuestamente se había exhumado, en compañía de varios soldados que les ayudaron, comenzaron a hurgar entre los restos de aquel sitio, entre los cráteres de obuses y restos que aún había.  Casi de inmediato dieron con algo que no habían tenido en cuenta, los restos de unas gafas de aviador, sí, de aviador, justamente las que la Sra. Clarinval había conseguido para su hijo, y restos de tela de seda color morada, justo la de los tirantes de René, ahí había estado su hijo.

Tras buscar en los registros, se informó que los restos ahí encontrados habían sido trasladados y sepultados en el nuevo cementerio alemán, a unos kilómetros de ahí como desconocido, colocándole únicamente una marca negra propia de un soldado alemán.  El problema es que tan solo en ese cementerio había más de dos mil tumbas de soldados desconocidos por solo mencionar las que tenían alguna señal, más cerca de cinco mil que no tenían señal alguna. ¿Cómo sabrían cuál era?

Con la ayuda e intervención de altos mandos del ejército, se apoyó en la búsqueda con unos 20 hombres, entre soldados y civiles, que comenzaron a sacar ataúd por ataúd, pero resultaba una tarea terrible, cada ataúd tenía los restos de quién en vida fue un hijo, un hermano, un esposo, restos desfigurados, restos fragmentados, todos alemanes. El proceso fue lento, desgastante, y amargo, habían iniciado a las cinco de la mañana y eran más de las cuatro de la tarde; apenas habían logrado abrir una veintena de ataúdes de más de dos mil.  Fue entonces cuando la Sra. Clarinval recordó su visión, aquella de su hijo con los dos jóvenes a su lado.  No la había comentado con nadie, ni siquiera con su esposo. Decidida preguntó al soldado a cargo si había algún soldado ruso en el cementerio, a lo que aquel hombre respondió que sí, al ubicar la tumba, se dan cuenta que todo coincide, junto al ruso hay un soldado desconocido y luego un soldado alemán. Al abrir la tumba, se encuentra el esqueleto de un aviador, aún se ven los restos del abrigo de piel, los restos de los tirantes de seda morada y el cráneo está completo, los restos se confirmarían como los de René por un médico dentista que acreditó las marcas particulares. Los restos fueron trasladados a la cripta familiar en París dónde hoy en día yacen.

El nombre de René se encuentra listado en el monumento a los muertos de la gran guerra.

Este caso formó parte de los casos investigados y documentados por el famoso investigador de misterios paranormales Camille Flammarion, quién se encargó no solo de recuperar la historia, sino de corroborar todos los mínimos detalles, entrevistando a las personas que estuvieron involucradas y aún a los militares que participaron en el asombroso hallazgo de los restos. Confirmando la veracidad del relato y demostrando con su aguda investigación que la muerte no es final.


5 respuestas a “Ana Clarinval y el fantasma de su hijo”

  1. Tristeza es lo que más viene a mi mente. Ninguna guerra tendrá justificación jamás.-. Interesante relato a pesar de lo que conlleva. -.-. Gracias

  2. Muy impactante relato!! Increíble la fortaleza y tesón de esta mujer para no dejar pasar ninguna señal! Entender qué nos quieren decir desde el más allá, es lo más difícil. Gracias por esta historia.

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